Las ropas libres de arrugas han sido un símbolo de refinamiento, pulcritud y categoría social durante 2.400 años como mínimo, si bien nunca fue fácil conseguir el efecto deseado. Todas las planchas primitivas empleaban la presión. Sólo algunas utilizaban el calor para eliminar arrugas o formar pliegues en las prendas recién lavadas.
En el siglo IV a.C., los griegos usaban una barra de hierro cilíndrica calentada, similar a un rodillo de amasar, que se pasaba sobre las ropas de lino para marcar los pliegues. Dos siglos más tarde, los romanos ya planchaban y plisaban con un mazo plano, metálico, que literalmente martilleaba las arrugas. Con estos dispositivos, el planchado era algo más que una tarea prolongada y tediosa. Era un trabajo de esclavos que hacían los esclavos.
En algunas estampas chinas del siglo IV también se ven algunos artefactos en forma de plancha.
Incluso los belicosos vikingos del siglo X apreciaban las prendas exentas de arrugas, a menudo plisadas. Empleaban una pieza de hierro en forma de hongo invertido, que movían adelante y atrás sobre la tela húmeda. Los historiadores de la moda aseguran que la dificultad de formar los pliegues servía para establecer la distinción entre las clases altas y bajas en materia de indumentaria. Los campesinos no tenían tiempo para planchar con tanto esmero, y los pliegues eran un signo externo de que se contaba con esclavos o sirvientes.
Hacia el siglo XV, las familias europeas acomodadas utilizaban la plancha llamada “caja caliente” provista de un compartimiento para carbón o un ladrillo previamente calentado. Las familias más pobres todavía utilizaban la plancha sencilla de hierro, con mango, que se calentaba periódicamente sobre el fuego. La gran desventaja de esta plancha era que el hollín se adhería a ella y pasaba a las ropas.
Cuando se instaló la iluminación de gas en los hogares, en el siglo XIX, muchos inventores idearon planchas calentadas con esa forma de energía, pero la frecuencia de los escapes, explosiones e incendios aconsejó llevar las ropas arrugadas. El verdadero boom en el planchado llegó con la instalación de la electricidad en las casas.
El 6 de junio de 1882, el inventor neoyorquino Henry W. Weely obtuvo la primera patente de su país para una plancha eléctrica. Aunque su concepto de espiras resistentes al calor era imaginativo, la plancha en sí era poco práctica. Sólo se calentaba lentamente enchufada en su soporte, y se enfriaba rápidamente. En 1906, cuando Richardson decidió lanzarse a la fabricación de planchas, dio precisamente este nombre a su producto.
Las planchas eléctricas presentaban el mismo problema que los demás aparatos eléctricos de la época, con la única excepción de la bombilla. Hacia 1905 muchas centrales eléctricas no ponían en marcha sus generadores hasta la puesta del sol, y los paraban al despuntar el día. Así pues, la familia que deseaba beneficiarse de las nuevas comodidades, como la tostadora eléctrica, la cafetera eléctrica, el reloj eléctrico o la plancha eléctrica, sólo podía conectar sus aparatos durante la noche. La salida del sol acallaba el zumbido del progreso.
En 1926 las primeras planchas de vapor fueron consideradas unos artilugios que no cubrían una necesidad auténtica, pese a que, según se aseguraba, su persistente humedad impedía chamuscar la ropa. Toda vez que un planchado cuidadoso también evitaba la chamusquina. La novedad no tuvo éxito. En los años cuarenta, los confeccionistas presentaron una amplia variedad de tejidos sintéticos a prueba de manchas y que casi no necesitaban planchado, pero las pocas veces que lo requerían podían derretirse como la cera bajo una plancha caliente y seca.
En tanto las primeras planchas de vapor sólo tenían un orifico de salida, las que aparecieron en los cuarenta tenían dos. Después llegaron a tener cuatro y hasta ocho. Los orificios se convirtieron en un ardid de marketing. Si ocho eran útiles, dieciséis habían de doblar el atractivo. Los agujeros, claro está, se hicieron cada vez más pequeños.
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