Ocurrió en Colonia allá por 1550, cuando Felipe, aún príncipe heredero, acompañaba a papá Carlos I en uno de sus periplos centroeuropeos para atender tanto asunto religioso-guerrero y familiar como se traía. Y ahí que paseaba el doncel, todavía joven, bien parecido, exitoso con las damas y hasta jovial y buen bailarín, cuando le dijeron de un lugar donde se acumulaban huesos y cabezas de santos en una cantidad que le impresionó.
Tantas piezas de devoción y santificada magia eran un altar en directa conexión con los cielos, y no lo dudó: compró un centenar de ellas y las hizo llevar a España. Se fueron uniendo después, año tras año, otros detalles, ya fueran ropas, cabello o más calaveras, de más supuestos santos y mártires hasta convertirse en una compulsiva pasión, que en 1567, siendo ya soberano absoluto, le hizo reclamar al papa Pío V un permiso para coleccionar reliquias a título personal y atesorarlas en recinto privado, que por supuesto sería su faraónica pirámide: el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
A partir de ahí, la cosa fue a más y nunca cesaría la búsqueda de venerables restos, muy abundantes en una Europa que todavía arrastraba las supersticiones medievales. Con derroche de entusiasmo y devoción, llegó a acumular un total de 7.422 reliquias, en las que se incluían doce cuerpos enteros, 144 cabezas y 306 miembros de santos y santas.
Para muchos de ellos se fabricaron ricos relicarios con oro, plata y piedras preciosas, diseñados en un buen número por Juan de Arfe, orfebre de renombre. Y se dice que muy pocos fueron los nombres del santoral no representados en tamaña colección, que se hizo famosa en el mundo entero de entonces, objeto de admiración para unos, prueba fehaciente para otros del fanatismo del principal valedor de la Contrarreforma.
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