La primera momia de los pantanos de la que se tiene noticia fue descubierta en 1791, en el pueblo holandés de Kibbelgaarn.
Desde entonces, han aparecido cientos de cuerpos similares en turberas y cenagales del norte de Europa, desde Dinamarca hasta Irlanda.
La mayoría de estas momias supera los 2.000 años de antigüedad y casi todas muestran señales evidentes de haber padecido una muerte sumamente violenta.
El musgo esfagnáceo, que prolifera en las turberas, mantiene los cadáveres en un entorno frío, ácido y carente de oxígeno. Estas condiciones impiden su putrefacción, conservan asombrosamente bien su piel, uñas y pelo –en el de algunos cuerpos se han apreciado restos de fijadores vegetales–, y en muchas ocasiones permiten a los científicos conocer incluso la dieta que llevaban o las causas exactas de su muerte.
Así, se ha averiguado que la mayoría fueron probablemente víctimas de sacrificios rituales. Es más, casi todas las momias de las ciénagas presentan lesiones que según los paleopatólogos se corresponden con distintas formas de tortura que les fueron practicadas antes de ser ejecutadas y arrojadas a los pozos de turba.
Algunos expertos sostienen que se trataba de ofrendas hechas a los dioses de la fertilidad para asegurar a los soberanos de la zona un fructífero mandato y abundantes cosechas.
El Hombre de Grauballe, que fue descubierto en abril de 1952 en Dinamarca, probablemente corrió esta suerte.
El cuerpo, perteneciente a un varón de 30 años que vivió en el siglo I a. C., presenta un tajo que le cruza la garganta de oreja a oreja. Su estado de conservación es tal que los forenses han podido tomarle las huellas dactilares y saber que su última comida estuvo compuesta por gachas de cebada y trigo aderezadas con 60 tipos de hierbas. La momia está expuesta en el Museo Moesgard de Prehistoria, en la ciudad danesa de Aarhus.
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