domingo, 23 de noviembre de 2008

GEISHAS. MUÑECAS DE PORCELANA


Finalizada la Segunda Guerra Mundial, cambió por fuerza la vida en Japón. No sólo el emperador fue obligado a declarar su "humanidad" (hasta entonces se lo consideraba divino), sino que una serie de decretos apuntó a derribar hábitos muy arraigados en la mentalidad nipona. Entre ellos, uno de 1946 prohibía el funcionamiento de las okiyas, casas que se dedicaban a comprar niñas y educarlas como geishas.

Sin embargo, hay geishas todavía. Ya no cumplen las mismas funciones que antes; en todo caso son una atracción turística o hacen las veces de acompañantes en reuniones sociales o de negocios. Pero todavía recurren a ellas quienes se resisten a una occidentalización a ultranza, y ellas mismas se consideran guardianas de una tradición secular.

Arte y persona

El origen de estas mujeres -especie de cortesanas, pues su educación y refinamiento las ubicaba muy por arriba de las prostitutas- está ligado al florecimiento de la clase comerciante.

A principios del siglo diecisiete, el Japón feudal de los shogunes (generales) cerró sus puertas al mundo. Sin embargo, no se pudo evitar el crecimiento de pueblos y ciudades y la actividad mercantil.

Los grandes señores despreciaban a los comerciantes, aunque debían recurrir a ellos como prestamistas. Aunque éstos se enriquecían cada vez más, chocaban con una sociedad de reglas muy estrictas: ni siquiera podían usar ropas lujosas para que nadie los confundiera con un señor feudal.

Las únicas libertades que podían tomarse eran las propias de los distritos de cortesanas. Y es lo que hicieron: así como en el teatro kabuki -pintoresco y, en algunos casos, de protesta- encontraron su forma de expresión, con las geishas pudieron encauzar la vida social.

En esos barrios florecieron las ochayas, casas de fiestas en las que los comerciantes discutían sus negocios, eran atendidos como señores y se dedicaban a pasarla bien. Los hombres limitaban sus hogares a la vida familiar. Para la esfera laboral y social -y no sólo para el placer- las ochayas eran el verdadero hogar.

¿Qué papel jugaban las geishas? Su nombre deriva de dos ideogramas chinos que significan "arte" y "persona": algo así como "la persona que domina todas las artes". La belleza era secundaria: lo que importaba era la agudeza y fluidez de su conversación. Su preparación demoraba años y no se limitaba a la complicada ceremonia del té: cuando pocos sabían leer y escribir, ellas dominaban Historia, Arte y Matemática, además de canto, baile y guitarra japonesa. Eran también expertas en política y relaciones públicas, pues muchos negocios dependían de su diplomacia y capacidad para resolver situaciones difíciles.


Hermosas marionetas

Sin embargo no pasaban de ser esclavas de lujo, compradas y vendidas como un mueble valioso, y eran despreciadas públicamente. Ni siquiera podían poner sus nombres en las tumbas. La vida útil de las geishas era corta, pues rápidamente quedaban calvas por el ungüento con que se peinaban, y el plomo que servía como base para su maquillaje blanco las marcaba para siempre. Su destino por lo general era el asilo o el suicidio: nunca llegaban a independizarse de la okiya, y tampoco les hubiera servido demasiado lograrlo, pues la piel manchada las estigmatizaba para siempre.

Debían dedicar varias horas a vestirse. El maquillaje tenía que cubrir rostro y cuello (también se pintaban la nuca, que era considerada la parte más seductora). Después de colocarse la pasta blanca, pasaban un trozo de madera quemada para ennegrecer las cejas y delineaban los ojos con pintura roja para resaltar los ojos oscuros. De rojo también pintaban las mejillas (con polvo de flores) y los labios.

Untaban el cabello con un ungüento grasoso que le daba brillo y lo mantenía tirante y bien peinado durante una semana. Luego se ponían una serie de kimonos a modo de enaguas y sobre ellos el de geisha. Finalmente, un anciano -el hakoya- les envolvía fuertemente la cintura con una faja -que podía llegar a medir cuatro metros de largo- y daba los últimos toques al atuendo.

Todo realzaba la apariencia de marioneta que mostraban también con sus modales y su manera delicada de hablar. Sus rasgos de esfinge eran producto de un largo aprendizaje: se consideraba de mal gusto la expresión de cualquier sentimiento, tanto de tristeza o nostalgia como de alegría excesiva.

Una historia

Un cronista japonés recogió la historia de una geisha que conoció en un asilo de ancianos a fines del siglo pasado. Umechiyo venía de una familia de buen pasar, pero arruinada por la muerte del padre. Sus tíos la vendieron a una okiya cuando tenía ocho años. Allí convivió con la administradora (una ex geisha), ocho geishas, dos sirvientas y un hakoya. Ella y otras seis niñas eran las oshakus (doncellas). La administradora llevaba un cuaderno en el que anotaba los gastos por comida y educación de cada discípula.

Además de estudiar todo el día desde las cinco de la mañana, el método para estimular el aprendizaje de las niñas consistía en tener un trato diferencial entre geishas y oshakus: éstas debían bañarse con agua fría y no estaban tan bien alimentadas como las otras, que no debían demostrar hambre ante un cliente.

Una mañana, cuando cumplió dieciocho años, Umechiyo fue de sorpresa en sorpresa: se bañó con agua caliente y le sirvieron una comida abundante y deliciosa. A la hora de vestirse, la administradora le dio un kimono espléndido y el hakoya le puso una faja bordada con hilos de oro.

Era su debut, aunque todavía no era una verdadera geisha. Fue con sus compañeras a un gran salón de fiestas, donde tuvo mucho éxito. Esa noche un comerciante sesentón decidió comprarla por unos cincuenta mil dólares de hoy (además de los gastos anotados en el cuaderno durante los diez años de estudios).

Aunque ella siguió viviendo en la okiya, tuvo una especie de boda: recibió de su dueño un anillo de brillantes, se organizó una fiesta a la que asistieron los personajes y las cortesanas más importantes del lugar y cambió su nombre por el de Umeya cuando se inscribió en el registro de geishas.

Para el hombre, ser dueño de una joven bella y talentosa como ella era una muestra de poder. Él y Umeya eran invitados a todas las fiestas importantes y los conocimientos políticos de la joven atraían el interés de personajes influyentes, lo que se traducía en prestigio para el patrón.

Un par de años después el comerciante volvió a pagar por ella para sacarla definitivamente de la okiya y hacerla su concubina. Pero no era una cuestión de amor: no se podía tener dos geishas a la vez y las complicadas convenciones exigían que el comerciante adquiriera otra para demostrar que era cada vez más poderoso, pero no podía correr el riesgo de desprestigiarse si la okiya vendía a Umeya a alguien de menor condición social.

Instalada en una linda casa, con dos mujeres que hacían de sirvientas y vigilantes, Umeya perdió contacto con el mundo exterior. Como concubina, una vez al año debía someterse a la humillación de presentar sus respetos a la esposa de su patrón (aunque no podía hablar, pues su voz habría ofendido la casa), quien le regalaba un kimono usado y agradecía los servicios prestados. Umeya sabía que más tarde la señora haría limpiar con sal los sitios donde había estado parada la concubina.

Cuando su dueño murió ella no se enteró: sólo lo supo cuando envió a una sirvienta a preguntar por su ausencia. Pero el dinero que la viuda le envió no alcanzaba para la supervivencia de ella y del hijo que había tenido.

Así las cosas, comenzó su decadencia: volvió a la okiya, donde sirvió a distintos patrones, y cuando se sintió vieja comenzó a dar clases, pero finalmente fue a parar al asilo. Su hijo se mandó a mudar en cuanto pudo, pues su origen era vergonzante.

Pero ni en el asilo tuvo tranquilidad. Sus modales, la calvicie y las manchas en la cara la delataban; sus propios compañeros la despreciaban y la obligaban a servirlos. Sólo una vez al año, para una fiesta que se celebraba allí, volvía a vestirse como siempre, cantaba y bailaba como sabía hacerlo: ante ese auditorio de indigentes, Umeya sentía que recuperaba su antiguo brillo.


Las geishas, hoy

En la actualidad no son esclavas, sino que eligen libremente la profesión. Cuando no trabajan visten a la occidental; los cosméticos modernos y las pelucas les evitan los estragos de antes. A pesar de la prohibición, existen algunas okiyas adonde pueden ir a formarse, pero casi no quedan salones de fiestas, y los que hay son muy caros.

Su trabajo se parece más al de una anfitriona. Por lo general son contratadas por industriales o comerciantes que agasajan a sus socios o invitados con un espectáculo exótico o que mantienen el hábito de separar la vida familiar de los negocios y la política.

Algunas aparecen en la televisión o en el teatro u organizan shows para turistas. Ahora muchas hablan varios idiomas, saben jugar al golf o al tenis, pero todas mantienen la rica formación que las hizo célebres, aunque ya no tengan mucha ocasión de desplegar sus habilidades: trabajar en un club nocturno o en un restaurante de lujo es tanto o más rentable y no obliga a ningún tipo de educación especial. Sin embargo se muestran orgullosas de su profesión y una vez al año, hacia la primavera, realizan en las calles el "desfile de las geishas": allí, vestidas con sus ricos quimonos, regalan a la gente la fascinación milenaria de su arte •

6 comentarios:

tashano dijo...

Muy buena la entrada, un buen libro para leer sobre el tema de las Geishas,es "Memorias de una Geisha", a mi me gusto muchisimo.

Un beso

Nelson dijo...

Amiga, te felicito por este interesante relato, asi como por el amplio contenido de tu Blog.

Desde Venezuela con aprecio mis saludos y mis mejores deseos de Exitos en tus Proyectos.

Fran dijo...

Muy bueno tu blog, muy didáctico. Voy a poner un enlace en el mio con tu permiso

Anónimo dijo...

Esta entrada me ha encantado. La verdad que esta historia es impresionante. Hay que ver lo que son las culturas.

Biquiños¡¡¡

Anónimo dijo...

que articulo Jordi muy bueno buenas noches un beso la despe

Unknown dijo...

Las adoro, ojalá mis ojos puedan contemplarlas antes de que desaparezcan!!

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